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domingo, 16 de enero de 2011

DE SOL A SOL (Homenaje a O.J. Cardoso)


La Muerte llegó al amanecer. Se bajó del coche de línea y comprobó que su pie tocaba el suelo del pueblo en el mismo instante que el primer rayo de sol iluminaba el reloj del Ayuntamiento.
          Formaba parte del trato: de sol a sol. Ese era el tiempo del que disponía. Más que suficiente para encontrar a Fili la Cañariega y llevársela. Sólo tenía que echar a andar.
          Fili la Cañariega vivía al final de la única calle del pueblo, en una casuca vieja muy necesitada de arreglos. La Muerte la conocía bien, porque ya la había visitado en dos ocasiones. En la primera se llevó al primer hijo de Fili, una criatura de apenas un año de vida. Después, muchos años después, volvió a cruzar el umbral de la alcoba y le arrebató a Damián, el marido, agotado de tanto trabajo y tantas adversidades.
          ― Pero no es el caso de Fili la Cañariega― le había porfiado la Vida― Ella todavía tiene mucho qué hacer, aún es necesaria. Déjamela un poco más...

          La Muerte encontró la puerta abierta y la casa vacía. Se sorprendió de la pulcritud y el orden, del aroma a membrillo, de las flores que resplandecían desde un búcaro desportillado que ya había sido cien veces recompuesto en los tiempos de su primera visita. Las flores estaban tan frescas que aún conservaban el rocío de la mañana.
          ― Se acaba de ir― pensó la Muerte y salió al encuentro de cualquier vecino para preguntarle por el paradero de la mujer.
          ― ¿Fili la Cañariega?― le contestó un hombre que, azada al hombro pasaba por allí― Se fue al bancal hace al menos una hora. Tome usted el camino del monte, hasta el pino del Aprisquillo y pregunte por ahí, que alguien le dará razón.
          La Muerte echó a andar camino arriba. El sol iba elevándose y agrandándose desde el horizonte. Escondidas en las cortezas de los pinos, las chicharras empezaban a entonar su oda al calor. Paró en un manantial que, a la vera, le ofrecía su agua. Mojó la mano y con ella refrescó su nuca...
          Tardó otra hora en llegar al bancal de Fili la Cañariega, pero tampoco la encontró allí.
          ― Marchó para la Aldehuela, que es día de mercado― le dijo una mujer que escardaba en un sembrado― Llenó unos cestos con tomates y p´allá que se fue.

          Resultó que la manera más rápida de llegar al pueblo de al lado era atravesando el monte, por una senda que, dejando a la derecha el arroyo, iba paralela a la cordada de la sierra.
          ― En hora y media estará usted en el mercado. Si tiene prisa por encontrar a la Fili, mejor resulta la senda que bajar al pueblo y esperar a que le lleve alguien.

          Durante el trayecto, la Muerte no dejó de admirarse ante las múltiples maravillas del lugar. La senda transcurría entre frondosa arboleda, de la que emanaban aromas de resina y jaras. Aunque los animalillos que allí habitaban se escondían ante su visión, pudo percibir el rumor de sus voces y el latido de sus corazones. La Muerte se sintió satisfecha con el resultado de su labor, tantas veces incomprendida: la naturaleza necesitaba de su concurso para renacer; no habría vida de no haber primero muerte… y al revés. Muy pocas veces, muy pocas, podía hacer una pausa en su eterno devenir para contemplar su Obra. Aquel momento, este ahora,  le compensaba con una sensación de plenitud de la que pocas veces había disfrutado. Pero el día corría, imparable y  debía encontrar a Fili la Cañariega, por lo que  avivó su paso hacia La Aldehuela.

          Llegó con el sol en lo más alto. La plaza hervía de actividad. Los aldeanos del lugar y de los pueblos vecinos intercambiaban sus productos: manzanas por leche fresca; paños de tela por corderos; cántaros de vino por panes recién cocidos...por más que miró en cada corrillo, la Muerte no consiguió encontrar a Fili la Cañariega.
          ― Hace un momento la vi hablando con el herrero...
          ― Pregunte usted a Juanico el Bolo, que siempre le compra sus tomates...
          ―Se fue con la chica del sacristán para ayudarla con las gallinas...
          ― Seguramente estará repartiendo la sopa boba en la puerta de la iglesia...
          La Muerte buscó y rebuscó en cada rincón de aquel lugar hasta que cada cual lo abandonó para volver a su hogar o sus quehaceres. Entonces decidió desandar el camino y regresar a la última casa del pueblo de al  lado, porque Fili la Cañariega, en algún momento,  pararía a comer o a descansar.
          Llegó ya muy avanzada la tarde para comprobar que la puerta seguía abierta y la casa vacía. Recorrió el pueblo, rincón por rincón, reconociendo a veces a personas que se hallaban anotadas en la parte más alta de su lista. Pronto volvería a verlas.
          La Muerte miró el reloj. En menos de una hora llegaría el ocaso y el final del plazo pactado.
          ― ¿Sigue usted buscando a Fili?― le preguntó el mismo vecino que por la mañana le había mandado al bancal― han venido a buscarla porque se ha puesto de parto Carmen, la de la Casa Grande. No hará ni quince minutos...
          La Muerte recorrió los cinco kilómetros a paso ligero, sin detener su atención en el color púrpura del cielo, ni en el ulular lejano de las aves nocturnas que despertaban. Rodeó la Casa Grande y se dirigió a los barracones de los aparceros. Alguien iba encendiendo las luces de la mansión, habitación por habitación. Sin embargo, no eran necesarios los candiles en el cuarto donde Carmen acababa de dar a luz a su hija. La muerte apoyó su rostro en la ventana para mejor el habitáculo: A un lado del camastro, Fili la Cañariega entregaba a la recién nacida, envuelta en pañales, a su madre; al otro lado la Muerte pudo ver su propio reflejo, su gemela, la Vida, que las miraba complacida.
Había llegado el momento de cumplir el pacto:
― Entrégame a Fili, la Cañariega― ordenó la Muerte.
― Deja que termine su labor…
― Cumple tu parte del pacto, hermana.
― Sólo te pido un momento más
― Tenemos un acuerdo…

Fili la Cañariega terminó de lavarse las manos, dio un beso en la frente a Carmen, encendió un fanal y salió por la puerta trasera, la que daba al patio interior de la casa Grande. Subió la cuesta que la conducía al pueblo alumbrando sus pasos exhaustos después de aquel largo día lleno de emociones. A la puerta de su casa se encontró con el vecino que, azada al hombro, regresaba del bancal:
― Han venido preguntando por ti, Fili
― ¿Han dejado recado?
― No. No debía ser nada importante…Se te ve cansada, viejita…
― ¡Bah, no es nada! Buenas noches, vecino.
Y diciendo estas palabras entró en su hogar mientras pensaba que ya tendría tiempo de descansar.
Cuando estuviera muerta.

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