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Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

domingo, 16 de enero de 2011

EL LLANTO DEL DESIERTO


Alegrarse de encontrar el cadáver de una niña no deja de ser una paradoja terriblemente perversa.
Sin embargo alrededor de la fosa abierta, juraría que todos, absolutamente todos, sentíamos, al menos, alivio.
A ésta podremos entregársela a su madre, güey— Mercero sabía como nadie adivinarme el pensamiento — Otras venderían su alma al diablo por poder enterrar a sus hijas.

Se dio cuenta de lo desafortunado de su comentario cuando el juez Salinas le dirigió una mirada fulminante que incluía al mismo tiempo una orden de silencio. Mercero, a tan solo unos pocos meses de su jubilación, había comprometido su honor de viejo policía con las madres de las mujeres desaparecidas. Había jurado encontrarlas, vivas o muertas y entregarles al asesino. Salinas, recién llegado al distrito, era un joven ambicioso, escrupulosamente adicto a la ley, y no desaprovechaba la oportunidad para dejar clara su tajante oposición a lo que para él no eran sino necias machadas inconsistentes con una investigación veraz y basada en pruebas.

Sin embargo, en Ciudad Juárez, no existían pruebas, ni apenas investigación. Salinas se había topado sólo con desidia y silencio, tan incrustados en la vida cotidiana de la ciudad como el polvo del desierto. En Ciudad Juárez se masticaba el miedo de las mujeres, como se masticaba la arena roja que el viento inyectaba en las bocas y en los ojos de los caminantes. Y el miedo creaba teorías: unas apuntaban a los hijos de los poderosos, y se decía que organizaban cacerías humanas en lo más profundo de los Médanos. Otras, entre susurros, señalaban a la Hermandad de la Buena Muerte o a los Narcos.
Y luego estaba el Diablo, al que se acababa de encomendar Mercero. Porque los pocos cuerpos que habíamos conseguido arrancar del desierto parecían salidos de la peor pesadilla de un sádico demonio. Salinas sostenía que las señales de ritual satánico en los últimos cadáveres no eran sino el atrezzo de una puesta en escena; una maniobra de despiste, una burla a la inteligencia, una estratagema para que el miedo siga manteniendo selladas las bocas y paralizado el pensamiento.

Una mano en el hombro me rescató de mis cavilaciones. Habían llegado a la vez el forense y los agentes de la científica. Por un momento se quedaron absortos mirando la fosa abierta y el cadáver mutilado que sin duda pertenecía a María Angélica Sánchez Barrios, de catorce años, desaparecida desde hacía dos meses. Después comenzaron con sus rutinas, fotografiando, escarbando, yendo y viniendo como en una danza macabra alrededor de la tumba abierta.

Volvimos a las camionetas para dejarles hacer su trabajo. Alguien había abierto el capó de una de ellas y había improvisado una velada en la que se veía correr el tequila de tapadillo, intentando ocultar el trago de los ojos del juez Salinas, siempre tan circunspecto y tan censor. Oía risotadas. Incomprensiblemente para mí, aquellos policías locales celebraban algo, ajenos a la niña muerta.
Apreté los puños, rabioso.
Órale, güey, no te revientes— volvió a adivinar Mercero.
No lo puedo resistir, Mercero. Hasta la cascabel tiene más corazón que estos malnacidos...
Algún día, güey. Algún día rendirán cuentas. Éstos, los que les pagan y todos los hijos de la gran chingada que andan por ahí, en lo más alto, organizando la carnicería.
Tiene que haber una justicia para ellas. Tiene que haber un dios que no calle, Mercero. Algún día saldrá Sekmet del desierto y quitará las mordazas y estas pobres tendrán su revancha.
¿Quién carajo es Sekmet?
El dios egipcio de la venganza...No me hagas caso, Mercero; son cosas mías...
El crepúsculo avanzaba sobre las dunas. Detrás de un enorme hojasén, un coyote se atrevió a asomar el hocico. Sobre una camilla, dentro de una bolsa de plástico negro, María Angélica Sánchez iba a emprender su penúltimo viaje.

Mírala, güey, como si fuera basura...
¿Sabes, Mercero? Ayer reñí con uno, el pinche cabrón del colmado que hay frente a mi casa. Estaba retando a su mujer, una india ya vieja y le gritó “Cállate no más, o te echo al desierto”...
Ni modo, güey, ni modo. Al menos a esta niña la devolveremos a su madre. Quédate con eso, güey y sigamos p´alante.
El viejo policía me echó el brazo por el hombro y emprendimos el camino de regreso sin hablar.
El anochecer traía en el aire sonidos que sólo en el desierto pueden oírse.
Me parecían gritos de auxilio. O llantos...
Entonces recé.

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