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Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

domingo, 16 de enero de 2011

FE DE VIDA


Nadie habrá dejado de observar que la mano que apretaba el pulsador, la que hacía que los números rojos se iluminaran en el visor de la sala de espera, la que nos daba la vez y la palabra, era de plástico. Una mano de maniquí, tiesa e inerte, una mano ortopédica, de mentira, al final de un brazo convenientemente oculto por una manga misericordiosa. El brazo también era falso; lo atestigua su perenne flexión, como si estuviera sujeto por un cabestrillo invisible. La funcionaria  perdía su rostro y su figura a favor de esa mano de muñeca. Aunque tuviera curiosidad por saber, por ejemplo, su edad o de qué color tenía los ojos, no podría subir mi mirada hasta la cara porque   estarúa hipnotizado por el vaivén de su mano rígida, la que pulsaba el botón que permitía que los números rojos se sucedieran en el visor uno tras otro, durante la eternidad que llevaba aquí, esperando, a que alguien tuviera a bien informarme sobre qué gestiones precisaba para obtener el certificado de que seguía vivo.
            ¿Ha traído usted una fe de vida compulsada?
            Pues no.
            — Entonces diríjase a la Sección Documentación y Compulsas, planta 5ª, tercer pasillo a la derecha, cuarta puerta. Aquí tiene un mapa por si se pierde.
            —Muy amable.
            No fue fácil llegar a la cuarta puerta del tercer pasillo a la derecha, en la planta 5ª. Sobre todo porque el ascensor abría sus puertas en mitad de una rotonda de cristal de la que nacían un sinfín de pasillos. Me recordó a aquellos soles sonrientes que pintan los niños pequeños, con múltiples rayos amarillos surgiendo de un trazo redondo. Sólo que aquello respiraba hostilidad.
            Me perdí. Me perdí varias veces (tres, cuatro, cinco) por aquellos pasillos interminables punteados de puertas cerradas. De vez en cuando encontraba un cartel con un plano de la planta quinta colgado de la pared con una indicación en forma de aspa,“Esta Ud. aquí”, en un punto absurdo que desde luego no reflejaba la realidad del lugar. Aquello no era sino una burla. No podía asegurarlo pero hubiera jurado que de las puertas cerradas salían risillas ahogadas y cuchicheos. Sin duda me estaban observando. Los habitantes de la planta quinta sabían, de alguna manera, que yo me hallaba perdido en aquel laberinto de pasillos y puertas y se reían de mi. Quizá fuera su juego, su diversión: observar cómo la gente se extraviaba. Escudriñé  el techo y no vi cámaras. Aquello confirmó mis sospechas.
            Alguien tocó mi espalda y me volví:
            —¿Puedo ayudarle, señor?
            Era una mujer de una edad semejante a la mía y aspecto agradable. Algo me hizo confiar en ella, quizá las ganas de salir de aquel laberinto. Le expliqué que buscaba la Sección Documentación y Compulsas y sonrió:
            — Ha tomado usted el pasillo equivocado. Mire— dijo señalando el plano de la planta— Usted está aquí, en el segundo pasillo a la derecha del ascensor, y debía haber tomado el tercero, sólo tenía que mirar el mapa que le han dado en información. De todas formas, yo voy en la misma dirección. Sígame y le indico...
            La mujer echó a andar y yo la seguí. Perplejo, me di cuenta de la rigidez de su pierna derecha, del vaivén rítmico de su cadera denotando el esfuerzo al adelantar el paso, del apenas audible chirrido de hierros...aquella mujer, tan amable, a la que había tomado por mi particular Ariadna, tenía una pierna ortopédica. Una pesada pierna artificial, quizá de madera, como el palo mayor de un barco...Escuchó las risas tras las puertas, cada vez menos disimuladas, cada vez más insolentes.
            No podía precisar durante cuanto tiempo anduve detrás de la funcionaria de la pata de palo. Si fueron sólo unos minutos, me parecieron lustros cayendo en un reloj de arena. Entonces ocurrió que ella se detuvo frente a una puerta cerrada y la abrió.
            — Aquí es, caballero. Esta es la sección de Documentación y Compulsas.
            Había un mostrador largo y una veintena de personas cabizbajas tecleando con afán en anticuadas máquinas de escribir.
  Buenos días saludé a la funcionaria  que, tras el mostrador, apilaba formularios Quisiera una fe de vida compulsada para un trámite.
  ¿Una fe de vida? inquirió ella con ironía ¡A quién se le ocurre!..Nadie habrá dejado observar, caballero, que usted está muerto.
La miré aterrorizado. Aquella mujer que se burlaba de mí mientras los demás le hacían coros de risas,  tenía los dos ojos de cristal.

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