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miércoles, 30 de marzo de 2011

LA REDADA



LA REDADA

            Cuando el Miserias asomó por la boca del teletransportador de Embajadores, Peláez y yo llevábamos más de dos horas apostados en un coche camuflado que hedía a fritanga. Siempre he odiado las vigilancias, más si tengo la desgracia de que me toque turno con Peláez, que no sabe permanecer callado.

―Entonces se llamaban cundas. Te estoy hablando de principios de siglo, cuando la droga era ilegal. Se reunían aquí mismo, en lo que entonces era la estación del metro y desde Embajadores montaban en coches para ir a los suburbios a comprar para su propio consumo.

Cuando conocí a Peláez y le pregunté por qué había elegido ese absurdo nombre de adulto, me explicó que era un entusiasta de la historia y que Peláez, el inventor de la teoría de los espejos, era su héroe. Extraña elección para un policía, pensé entonces, todo lo contrario que en mi caso. Yo me puse Robert de Niro, como aquel extraordinario actor de cine clásico, y acerté de pleno. No hay más que ver dónde he llegado: al interior de un coche camuflado, escuchando la chapa de un pedante y esperando a que un confidente de poca monta nos conduzca a una trampa.

No tardó el Miserias en subir a un vehículo deslucido, un CH-Orgánico del 76. Le acompañaban tres tipos con el mismo aspecto zarrapastroso, uno de ellos me resultaba familiar de alguna redada anterior. Enfilaron hacia el sur y nosotros fuimos tras ellos siguiendo las instrucciones del Diseñador de Operaciones Especiales B-512, nuestro comisario en jefe. Había elegido la hora de lluvia para evitar que el tráfico que solía colapsar la salida de la ciudad con dirección a Nova Toledo impidiera el seguimiento. Nos jugábamos mucho en aquella operación. Los ciudadanos estaban aterrados ante las amenazas de ataques que se habían filtrado desde la prensa y se nos exigía eficacia. Algo incompatible con la escasez de medios que sufríamos.

―Los recortes, Robert de Niro. Los putos recortes. He oído que quieren sustituir los androides por bomberos franceses, con eso te lo digo todo.

Dimos la señal cuando vimos al orgánico del Miserias abandonar la vía principal para dirigirse a la zona conocida como “Tierra de Nadie”, entre Pinto y Valdemoro. En segundos nos llegó por el pinganillo la respuesta y cuando llegamos al lugar donde habían estacionado, a la entrada de las ruinas de lo que fue en tiempos la Facultad de Veterinaria de la Universidad Rey Juan Carlos, vimos al resto de las unidades que conformaban el dispositivo especial ya dispuestas para entrar en acción. Entonces comprendí el alcance de la operación.

No era una trampa. El Miserias, el muy cabrón, nos había servido en bandeja el mayor golpe al terrorismo sanitario de los últimos tiempos. Si no, era inexplicable la presencia en el lugar de tanto político trajeado.

Los Especiales fueron los primeros en entrar. Nada más dinamitar la puerta, una nube hedionda de humo nos apestó, provocándonos un furibundo ataque de tos a Peláez y a mí, los únicos que íbamos sin mascarilla. Esa fue la razón por la que a ambos se nos ordenó permanecer en retaguardia, en funciones de identificación de los detenidos en la redada.

―¡Hay que joderse, Robert de Niro! Nos tragamos la parte aburrida y les dejamos a éstos la diversión…

Pero la diversión duró poco. En cuestión de minutos fueron apareciendo por el boquete abierto por los Especiales, arrestados e inmovilizados con film transparente. Unos agachaban la cabeza, intentando protegerse de los objetivos de las cámaras; otros, al contrario nos desafiaban con una mirada altiva. Hombres, mujeres, visitantes, jóvenes androides con las conexiones llenas de rebeldía…

―Yo sé distinguirlos, Robert de Niro: A los viejos se les nota en los dedos amarillos. Y a todos porque huelen, joder. Huelen a tabacazo que apestan…

Le oía, pero no le escuchaba. Todo se había desvanecido cuando, entre los detenidos, a mi lado, pasó Ikea.

Ikea, luz de mi vida…

La tomé del brazo y el robot que la conducía se detuvo un instante.

―Ikea…Me hiciste una promesa, me juraste que lo dejarías…

―¡Déjame en paz, Robert de Niro!, ¡olvídame!... ¡Que no te vean hablar con una asquerosa apestada!

―¿Por qué, Ikea, por qué?, ¿por qué ese empeño en volverte sueca?, ¿por qué has vuelto a fumar?

Recuerdo que Peláez me arrancó de su lado y también recuerdo el golpe. Cuando desperté, tras la lobotomía sedante, lo primero que vi fue la cara de mi compañero que me sonreía.

―Ya ha pasado todo, colega. Pronto estarás patrullando por la ciudad, como de costumbre. Además, nos han destinado a la comisaría de la calle de la Luna, la más castiza de todo Madrid…

―¿Qué ha pasado con Ikea?

― Olvídala, Robert de Niro. Es lo mejor para ti. Un fumador nunca lo deja del todo, siempre recaerá… ¡gentuza! ¿Acaso no tienen familia, no tienen sentimientos, no piensan en el daño que hacen a los demás?

Dejé que Peláez expulsará su rabia. En otro momento, quizá, podría contarle mi pasado atroz, el que tan bien había conseguido esconder…

Y en esos momentos me invadió un desconsuelo absoluto. Porque sentí, con absoluta certeza, que podría cambiar todo lo que me quedaba por vivir por una mísera calada de cigarro.

Por una puta calada de cigarro...


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