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sábado, 23 de abril de 2011

LA SEÑORITA ENORA


LA SEÑORITA ENORA

Me volvió a castigar por lo de siempre, por culpa de mi hermana que no hacía otra cosa que hablarme por lo bajinis. La maestra me tenía manía y por eso siempre me cargaba yo con las culpas de todo y para más recochineo luego le decía a mi madre que yo era rebelde y contestona.

Por eso, aquella mañana, cuando me mandó al rincón, pensé con rabia: “Ojalá te mueras”.
Por la tarde la directora entró en el aula y nos comunicó que nuestra maestra había caído repentinamente enferma, pero que pronto llegaría una sustituta para atender la clase. Yo me sentí mal, muy mal. Me imaginé cómo doña Carmina se desmayaba presa de un mal fulminante que yo había desencadenado al pensar en la frase “Ojalá te mueras”. La vi en su lecho blanco del hospital, agonizando, llena de remordimientos. “Ella no hablaba, era su hermana. La castigué injustamente…” Y me eché a llorar.
Entonces se abrió la puerta y la señorita Enora entró en nuestras vidas.
La directora apenas podía dar crédito a la inusual rapidez con que el Ministerio había enviado a la suplente. Por nuestra parte contemplábamos atónitos a la recién llegada. Nunca habían visto mis ojos una mujer con tal aspecto. Y ahora viene lo extraño, porque, cuando pasados los años, pregunto a mi hermana si se acuerda de la señorita Enora ella responde “¡pues claro! Cómo voy a olvidarme de una mujer tan preciosa, con ese pelo de oro y esa diadema brillante…” y a mí me deja perpleja, porque yo la recuerdo altísima y vestida de forma estrafalaria, como la doña Díriga, Dáriga, Dóriga (trompa pitáriga) de la canción, que tenía un sombrero con un plumero y unos guantes muy elegantes. Charo Pascual, sin embargo, asegura que era una señora regordeta que movía la cabeza como las gallinas y Celia, acuérdate, te contaba el otro día que podía encogerse y estirarse como si fuera chicle.
Me di cuenta en seguida que la señorita Enora sabía que yo me sentía culpable por haber deseado la muerte de mi maestra, y también cuánto me lamentaba por ello, por eso no me sorprendí demasiado cuando fue a mi banco y me tocó la nariz con aquellos dedos largos enfundados en guantes (trompa pitáriga, muy elegantes): “Así aprenderás a no dejarte llevar por la ira, Inés del revés”
La señorita Enora tenía unas gafas con las que podía ver lo que pensábamos o sentíamos, con la misma facilidad con la que se miran las ilustraciones de un libro. Por eso no la podíamos engañar. La montura de sus gafas cambiaba de color según el estado de ánimo de la persona a la que miraba. Por ejemplo, si mi hermana de nuevo me chinchaba, las gafas se ponían rojas; si llovía en el patio y de nuevo nos quedábamos sin poder salir al patio, se volvían grises, como el color del cielo...pero ella no se andaba con remilgos ni paños calientes: “A la escuela se viene a aprender, niñas, así que si llueve en el patio y no podemos jugar fuera, vamos a aprovechar para irnos de viaje a África, que allí ya se ha acabado la temporada de lluvias” Y entonces, créeme, nos cogíamos de la mano y, de un salto nos metíamos dentro del mapa para explorar su inmenso territorio y aprender sobre sabanas, selvas y fuentes del Nilo. ¿Quieres que te detalle, uno a uno, los países subsaharianos con sus capitales? ¡Que sepas que me las sé porque las he pisado, con estos viejos pies llenos de artritis!
¡Cuánto nos enseñó la señorita Enora! No había a quien se le escapara una tilde en los dictados porque, fíjate bien, las tildes se enfadaban tanto si no las escribías en su justo sitio que te atacaban, se te clavaban en las manos y en los brazos, aguijoneándote como mosquitos o como los alfileres del acerico. No sabes el miedo que las teníamos…
¿Y qué decirte de las matemáticas? Una vez estábamos haciendo problemas con las medidas de capacidad cuando tocaron en la puerta y resultó que era el vinatero del enunciado, el señor Martín, que estaba harto de que siempre nos equivocáramos al apsar los hectolitros a litros, porque salía perdiendo en su negocio y su mujer se ponía hecha una fiera.
Pero, querida, lo mejor estaba por llegar. Quiero decirte con eso que la señorita Enora nos enseñó mucho más que ortografía, o Historia Sagrada (¡no veas las pedradas que tiramos a Goliat por ayudar a David!). Ocurrió que un buen día se hartó de que mi hermana, es decir, tu abuela, y yo estuviéramos siempre a la greña y, con las gafas más rojas que nunca nos anunció:
―A partir de ahora no os va a quedar otra que colaborar como dos hermanas. Inés y Raquel, porque hasta para andar vais a tener que poneros de acuerdo, Raquel e Inés, como un ciempiés.

Y diciendo estas palabras nos ató la una a la otra con una cinta invisible, pegaditas como siamesas. No sabes lo que nos costó, Inesita. Efectivamente teníamos que ponernos de acuerdo para todo, y no sólo para andar, primero una pierna, luego la otra…lo difícil fue escucharnos y decidir por dos. Mi madre, tu bisabuela, no daba crédito a lo que veían sus ojos: sus dos pequeñas fierecillas juntas ,sin pelearse...¡fue increíble! Desde entonces, siempre lo has oído en casa, Raquel y yo hemos permanecido muy unidas, aun siendo tan distintas, aun viviendo casi toda nuestra vida de adultas tan lejos la una de la otra…
Un día, al entrar en clase, nos encontramos con que doña Carmina había regresado y yo, fíjate bien, me alegré. Nunca supimos más de la señorita Enora y, cuando alguna de nosotras contaba algo de lo sucedido durante su ausencia, nuestra maestra se echaba a reír y decía que no inventáramos barbaridades. Con el tiempo aprendimos a callarnos y a mantener en secreto lo que habíamos vivido en aquella aula, para que no nos tomaran por locas.
Pero yo sé que todo fue verdad y tengo la prueba:  ¿sabes que a cada una de nosotras la señorita Enora nos dejó un legado? Pregunta a tu abuela por al diadema que brilla, esa que guarda en el baúl. Y, por lo que a mí respecta…¡mira, Inesita, qué sombrero con un plumero y qué guantes tan elegantes!

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