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Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

domingo, 15 de mayo de 2011

LA NIÑA DEL DESVÁN

 

 

“Lo que más me aterrorizaba de la guerra eran los bombardeos. Aunque me tapara los oídos no dejaba de escuchar el ruido de los aviones, el silbido de las bombas al caer, el estallido…Después, cuando todo terminaba, subía corriendo al desván, casi desesperadamente. Para mi corazón de niña el sótano donde nos refugiábamos cuando sonaba la sirena era el infierno. El desván, con su ventana abierta a la sierra, era el cielo. Yo ascendía del infierno al cielo y en cada peldaño iba sepultando el horror de la batalla.”           

 

Había una vez una niña que no era ni muy grande ni muy pequeña; ni muy guapa ni muy fea; ni muy buena ni muy mala.

La niña vivía con su familia en una casa enorme que tenía un sótano y un desván. El desván tenía una ventana que no podía cerrarse y que permitía ver cómo pasaban las nubes camino de la sierra. El sótano era tenebroso y olía a tumba.

A la niña le gustaba mucho subir al desván porque sabía que, en realidad, aquel lugar era un reino mágico en el que habitaban seres que únicamente ella podía ver.

Era su secreto.

 

            “Solía refugiarme en el desván de mi casa. Me gustaba estar sola para dejar volar mi fantasía sin que nadie me pidiera explicaciones ni me reprochara mi ensimismamiento. Y, sobre todo, leía. Leía cuentos de hadas, leía con la sed de un naufrago en el desierto, leía como si mi alma se fuera a morir de hambre. Después, en el desván, jugaba con los personajes de Andersen o de los Grimm…un rayo de sol que se filtrase por la ventana iluminando un invisible camino en el polvo no era sino el hada que me venía a visitar para indicarme cómo llegar a Nunca Jamás…”

           

            Los demás niños se burlaban a menudo de ella porque notaban que era diferente. No entendían que jugara sola, ni que pasara tanto tiempo dedicada a la lectura:

            ― Eres fea.

            ― Eres rara.

            ― Eres pequeña.

            ― Estás loca.

Pero sobre todo se reían cuando la pobre niña tartamudeaba. Y es que su mente pensaba tan deprisa y tantas cosas al mismo tiempo, que las palabras, que fluían como un riachuelo dentro de ella, al llegar a la boca se amontonaban y querían salir todas a la vez.

            ― No puedo evitarlo, Paulina. ―le decía a su amiga invisible.

            Una tarde en la que la niña se sentía realmente triste, llegó al desván un saltamontes verde con los ojos de oro. Entró por la ventana abierta, se plantó ante ella, le hizo una profunda reverencia y le habló de esta manera:

            ― Soy un mensajero de Ellos, supongo que ya me habrás reconocido.

            La niña asintió: ¡Claro que le había reconocido! Todo el mundo sabe que los saltamontes verdes con los ojos de oro en realidad son enviados que van y vienen de un mundo al otro.

            ― Ellos quieren que te digan que aunque ahora sufras y más adelante sigas sufriendo, porque has de saber que no te espera una vida fácil, eres poseedora de un don maravilloso del que muy pocas personas gozan. Tú, mi querida niña, aunque crezcas, aunque el tiempo pase en ti igual que pasa en cualquier mortal, siempre conservarás la mirada que tienes ahora, la que es capaz de ver los prodigios, la que ve lo que hay de único y maravilloso alrededor de cada ser, cada cosa y cada acontecimiento. Y además serás capaz de contarlo a los demás para que quien te escuche lo vea también. Conservarás siempre la mirada de niña. Y además ―añadió― un libro te salvará la vida.

 

            “Más adelante me di cuenta de que podía expresarme por escrito con mayor facilidad que hablando y que, en el papel, las palabras no se atragantaban ni se atoraban, ni nadie se reía de mí por ello. Empecé a escribir pequeños cuentos y piezas de teatro que yo misma representaba, y que en realidad eran malas copias de mis lecturas. De aquellas tardes eternas en el desván de mi casa han nacido muchas historias a las que más adelante di forma de cuento, cuando mi pequeño hijo empezó a sentir la misma sed de palabras que tenía yo a su edad: “Paulina”, “El saltamontes verde”, “El polizón del Ulises” son relatos escritos para él, pero ya vividos por mí en el corazón de aquel desván.

            ― ¿Tienes hijos?― me preguntó la escritora.

            ― Sí, dos, muy pequeños― le contesté.

            ― Nunca dejes que te separen de ellos.

            Entonces ― prosiguió, con su mirada de niña velada por el dolor― las leyes españolas eran inflexibles para la mujer que osaba romper su matrimonio. Mi marido obtuvo la custodia de mi hijo y, durante años, me impidió que lo viera. Fue lo más terrible que he pasado en mi vida, peor que la enfermedad, peor que la guerra. Pero ocurrió el milagro y volví a enamorarme y, esta vez sí fui feliz. Por eso, cuando él murió, mi cansado corazón estalló en mil pedazos y me devoró una nube negra a la que ahora llaman depresión. Nunca pensé que podría salir viva de aquel pozo, hasta que, no me digas cómo, me convencieron para volver a escribir. Es el libro que acaba de editarse. Anda, escríbeme tu dirección en esta servilleta de papel y te lo mando a casa.”

Pasó el tiempo, la niña creció y se convirtió en una hermosa mujer de grandes ojos negros que todo lo miraban y todo lo veían. Muchas personas se acercaban a ella buscando consuelo y ella les contaba historias que confortaban su corazón. Tal y como había vaticinado el saltamontes verde, encontró mucho sufrimiento en su camino, así como momentos en los que se vio rodeada del amor de los demás, sobre todo de aquellos que agradecían sus palabras llenas de magia y poesía. Pero, un día, sin saber cómo, ella volvió a encontrarse sumida en algo aún más tenebroso que aquel sótano que olía a tumba y volvió a sentir en su alma el estruendo de las bombas cuando caían para matar…Entonces, cuando todo estaba perdido, llegó un libro que…

 

            Abrí el paquete emocionada al ver el remite. No podía creer que aquella gran escritora, a la que frecuentemente veía en la televisión tan atareada  impartiendo conferencias o en actos de promoción, se hubiera acordado de mí y de nuestra charla en aquel café…

            En la dedicatoria había escrito: “Tienes ante ti el libro que me salvó la vida”

            Y contemplé la portada de “Olvidado rey Gudú”.

            

 

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