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Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

jueves, 2 de junio de 2011

OROGRAFÍA DE MONTES Y VALLES (EN LA PIEL DE UNA MUJER ABANDONADA)

Pablo:
Por primera vez desde que te fuiste, hoy no he llorado al despertarme. He permanecido unos instantes más en la cama para disfrutar, con todas las ventanas de mi conciencia abiertas, de esa desconocida sensación de placidez. Todo un éxito, Pablo. Va a ser cierto que el tiempo todo lo cura.
Después he repetido la rutina de todos los días, ya sabes: encender la radio, prepararme el zumo y el café y desayunar despacio, fumándome el primer pitillo. Hoy ha sido la primera vez, desde que te fuiste, que el cigarro me ha sabido a humo y no a consuelo. Por eso he decidido dejar de fumar.
Me he duchado despacio, asombrada de que todavía, a esas horas, esa sierpe que me dejaste dentro al irte no hubiera empezado a estrangularme el ánimo. Así que, Pablo, mientras me secaba me he entretenido en mirar mi cuerpo desnudo en el espejo y ha ocurrido algo milagroso. Todavía no me lo creo.
¿Recuerdas cuando triscábamos por las piedras, hacia arriba siempre, hacia el Pico, para sentarnos en lo más alto y recorrer con la mirada el paisaje? Pasaban las horas mientras descubríamos oteros y colinas. No nos preocupaba que el tiempo se escurriera imparable  si descubríamos una vaguada al este o mientras soñábamos con construirnos una cabaña en la vega, al lado de la garganta…Éramos muy jóvenes y nos creíamos tan poderosos como los dioses en los que no creíamos.
Hoy he recorrido mi cuerpo con esa misma mirada. Quizá la he recuperado porque, por fin, se había levantado la niebla que me dejaste en los ojos cuando te fuiste y todo lucía diáfano, como entonces. Y he visto en mi frente tres lomas, paralelas. Una vez leí que son los pliegues que se originan por la tensión mental que exige la concentración. Es lógico que me hayan salido. Acuérdate cómo te maravillaba mi facilidad para estudiar. “No me lo explico”, solías decirme, “Llegas del trabajo, vas a la academia, y te sacas la carrera y las oposiciones”. No, Pablo. Yo pagaba el esfuerzo en horas de sueño y en tardes de cine y amigos. Pero entonces tú creías en tu música, tenías proyectos, y debías terminar los estudios, un reto tedioso que prolongabas año tras año. Alguien tenía que traer el dinero a casa y yo, tonta de mí, creía que admirabas mi tesón. Como en la fábula de la cigarra y la hormiga pero sin final feliz.
Tengo una cañada entre las cejas. La han ido formando las preocupaciones, por erosión. La primera vez que me di cuenta que existía fue la mañana en que cumplí cuarenta y dos años, al maquillarme. Había pasado la noche en vela intentando apartar de mi mente las señales indudables de tu engaño. Tardaste cinco años en reconocerlo, Pablo. Cinco años de mentiras, de ardides, de burdas estratagemas más propias del personaje casposo de un vodevil trasnochado que del triunfador en el que te habías convertido. Cinco años, Pablo, haciéndome creer, a mí y a todos, que me había convertido en una paranoica. Cinco años pisoteando mi dignidad…
Del vértice exterior de mis ojos surgen unas finísimas estelas, como los surcos que marca el arado en una pequeña huerta. Patas de gallo, les llaman. Son mis arrugas preferidas, porque dan fe de que,  como pudo decir el poeta, “Confieso que me he reído”. Algún día, cuando quizá podamos volver a hablarnos, te pediré que tú también confieses que te has reído conmigo, Pablo, que fuimos una pareja alegre, cómplice de una visión de la vida irreverente y traviesa. Que es difícil que encontremos alguien que pueda compartir sin sentir pudor ese toque de adolescente gamberro que convertía en motivo de guasa cualquier farsa solemne, pedante o trascendental. Echo de menos reírme. Mucho. Hasta ahora mismo. Acabo de lograr sonreír cuando me han sonado las alarmas sobre lo afectada y pretenciosa que suena la frase “te llevaste mi risa cuando te fuiste”, que era, precisamente, en la que estaba pensando.
La tristeza ha enmarcado mi boca. Las mejillas se han deslizado levemente, como los glaciares que bajan imperceptibles desde lo alto. Los ojos también se han escondido, temerosos, en dos cuevas…Mi rostro es el de una desconocida. Hoy, que me he asomado al espejo, he comprobado que vivo encerrada en un cuerpo que envejece. Que mi carne no es firme, que se pliega en colinas y valles que se dibujan en mi vientre, que mis pechos caen, que en mis piernas aparecen arroyos azules…
Pero, ¿sabes, Pablo? Me gusta la mujer del otro lado del espejo. Una mujer que ha pensado, que ha reído, que ha llevado un hijo en sus entrañas, que le ha amamantado. Que ha subido montes, que ha vadeado arroyos…
Que ha amado, Pablo.
Que nunca va a dejar que leas esta carta y que no va a esperar que vuelvas, vencido y avejentado, a llamar a la puerta de la casa.
Empiezo.

2 comentarios:

  1. Genial Estheruca ¡eres muy grande!

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  2. ¡La Virgen! ¡Qué bonito...! Podría ser el primer capítulo de una novela, querida Watson. Me ha tocado todos los alambres sensibles que llevo por dentro. Un besazo, Tutora.

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