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Papeles de Nunca Jamás por Esther Requena se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-LicenciarIgual 3.0 Unported.

jueves, 15 de noviembre de 2012

LA NÁUSEA



LA NÁUSEA

            De él, de su existencia física,  apenas recuerdo el pestilente olor a vino rancio que me asfixiaba las noches en las que se colaba en mi alcoba.

Y la náusea.

Cuando murió, desapareció de la casa cualquier signo de su existencia. No quedó ni una fotografía, ni un papel con su firma, ni un pañuelo con su inicial bordada. Su rostro se borró de mi memoria con la premura de un consuelo, pero mi imaginación  le fue dotando, durante el poco tiempo que me dejó de infancia, con la faz de los monstruos que fui recolectando en las páginas de los libros prohibidos o en los carteles de las películas que ilustraban los cines del barrio. Mi razón necesitaba encontrar la explicación a la presencia que seguía atravesando la puerta cerrada y que se cernía sobre mí. No podía ser él. Ya estaba muerto. Y para creérmelo, para buscar al culpable de ese insomne terror que callaba y que sorbía mi ánimo y la poca alegría que conservaba, le llamé “El Vampiro”

Hija, con qué mala cara te levantas me decía mi abuela ¿Has vuelto a soñar con el Vampiro?

Yo asentía y ella seguía sus quehaceres, envuelta en su pena, abrumada por la responsabilidad de criar sola a una nieta con el alma rota.

En algún momento de mi adolescencia dejé de llamar a aquello “El Vampiro”. También dejé de luchar, dejé de buscar razones o lógicas y, simplemente, claudiqué. Cuando me despertaba de repente -un grito, todos los gritos naciendo y creciendo de mi vientre hasta mi boca cerrada- y el aire se espesaba y adquiría la corporeidad de la telaraña; cuando sentía su aliento frio de vino muerto sobre mi rostro; cuando todo mi ser se paralizaba, yo, simplemente, intentaba aislar la mente de la locura y repetía los poemas que amaba con la cadencia machacona de las letanías: “Es que quiero sacar de ti tu mejor tú es que quiero sacar de ti tu mejor tu es que quiero sacar de ti tu mejor tu”. Yo le dejaba hacer y, cuando se marchaba, me quedaba llena de asco y de horror.

Con la náusea.

Todo cambió cuando Juan llegó a mi vida, cuando su ternura rompió los muros que me sitiaban, cruzó todas las fronteras y se quedó a mi lado.

Durante todos los años que compartimos, en ninguna noche me faltó su abrazo protector. Su respiración al lado de la mía blindaba mi sueño y yo, por primera vez en mi vida, supe lo que se sentía al confiar en alguien. Supe lo que era sentirse a salvo.

Llegué a creer en que yo sola había creado al monstruo, en que aquella presencia que aterrorizó mi vida no era sino el producto de mi perturbada fantasía que se defendía así, ocultando los recuerdos.

Hasta la noche que regresó para reírse de mí, cuando rompió mi descanso con un mensaje, un relámpago, una certeza, una voz mezquina, una carcajada:

Juan va a morir.

La náusea ya no me abandonó. Se me alojó dentro y me acompañó durante toda la enfermedad de Juan, en su agonía, en su velatorio, en su entierro, como una hermana siamesa pegada a la boca del estómago.

Hasta esta noche.

Las pastillas aún no habían hecho su efecto. Yo esperaba a que la química obrase el milagro, ansiando la suave caída al pozo del descanso. Los familiares rumores de la casa–el goteo monótono del grifo del lavabo, la puerta de madera crujiendo levemente- me iban llegando cada vez más lejanos. Echaba de menos la tibieza del cuerpo de Juan y su abrazo…

Sentí la puerta entreabrirse y supe que había llegado. Ahí estaba de nuevo, el vencedor, el poderoso, el absoluto dueño de mi vida y de mi muerte. El aire volvió a cuajarse de podredumbre y el hálito helado que tan bien conocía se precipitó sobre mi rostro, como una cuchilla que cortara mi propio aliento. Quise gritar y no pude: la náusea ascendía como fuego, ahogándome.

Unas manos invisibles retiraban la colcha que me cubría, con un deleite obsceno. Después hizo lo mismo con la sábana. Sonreía. Seguro. Quería encender la lámpara de la mesilla, desenmascararle, dejarle desnudo e indefenso ante mí. Pero no podía moverme. Dudaba. ¿Estaba soñando?, ¿estaba despierta?

Apenas podía respirar. Tenía el grito atrapado en la garganta y el corazón a punto de reventar de pura angustia.

La náusea ya se había adueñado de mi ser.

Fue algo instintivo: esas manos encarnadas únicamente de maldad levantaban mi camisón, dejaban mis piernas, mi sexo y mi vientre a su merced, presto a ser violado una y otra vez, como cuando solo era una frágil criatura indefensa que no sabía nada de los monstruos que pueden guarecerse en la propia casa, en la propia familia.

Y ocurrió.

Dentro de mí estalló la rabia y una fuerza atesorada que desconocía, construida fragmento a fragmento con todo el amor de Juan, con todos sus abrazos.

Y mi mente le gritó, mirándole fijamente a los ojos:

―¡ NO ME TOQUES!

Me levanté y encendí la luz. Me levanté y vi como una niebla negra se esfumaba bajo el dintel de la puerta.

Abrí las ventanas. Abrí la puerta. La de mi alcoba, la de mi abuela. La de mi pobre madre, que creyó haberme salvado…

Encendí todas las lámparas de la casa y lloré, lloré y lloré. De alivio.

Cuando me quedé sin lágrimas, vomité la náusea.

Aunque amanecía, di las buenas noches a Juan, abracé su ausencia y me fui quedando dormida, dulcemente…

 

 

3 comentarios:

  1. Joder.....! Recuerdo que alguien una vez me dijo "Hay que escribir desde la herida...", cada uno desde su herida, desde luego, pero el talento... el talento determina el resultado. Y aquí hay mucho de las dos cosas. Precioso.

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