Sean estas palabras mi humilde agradecimiento al Poeta y a todos los que luchan por el bien común.
DEBIÓ LLAMARSE ANA
La niña
apareció en un cestito a la puerta de la casa donde vivía el matrimonio
Touriño Vivián.
- Que no
se entere nadie- advirtió el policía a su mujer.
Y ella
prefirió no preguntar. Tomaron aquel cestillo y a la mañana siguiente buscaron
otro lugar para criar a la niña, su hija, para no tener que dar respuestas a
la curiosidad de los vecinos.
Macarena
Touriño creció con el amor del deseado, arropada y protegida por sus padres,
ajena al enigma de su nacimiento y a los interrogantes que se asomaban a los
ojos de su madre muy de vez en cuando, sólo al aproximarse una fecha, la de
su cumpleaños, que sólo dos personas sabían que era un mero acuerdo
artificial.
Macarena,
en realidad, debió llamarse Ana. Así lo habían decidido sus padres, Marcelo y
María Claudia, tras muchas consultas a la familia, muchas listas hechas con
las risas de los amigos y toda la ilusión del mundo. Eran muy, muy jóvenes.
Quizá, cuando los hombres armados entraron y se los llevaron, estaban
planeando el primer viaje que harían con Ana, o imaginando cómo sería su
carita, o qué rasgos de unos y otros portaría en sus genes.
Los
hombres armados querían al Poeta. Pero allí no estaba. Por eso se llevaron a
su hijo Marcelo, a su hija Nora y a su nuera María Claudia con la pequeña Ana
en el vientre.
Nadie vio
nada. Nadie escuchó nada. Nadie se dio por enterado.
Nora fue
devuelta tras recibir todo tipo de torturas. Se convirtió en un guiñapo
humano, jamás consiguió superar las secuelas que el tormento sembró en
su cuerpo y en su alma.
El
cadáver de Marcelo apareció poco después, dentro de un bidón, en el Rio
de la Plata, con un tiro en la nuca. Tenía 20 años.
Hoy,
Macarena sabe que, en el útero de María Claudia, cruzó la frontera entre
Argentina y Uruguay. Los torturadores mantuvieron a su madre viva en el
Servicio Internacional de Defensa hasta que dio a luz en el Hospital Militar
de Montevideo.
Después
la asesinaron.
Su muerte
fue una simple cuestión de codicia: sin que los mandos quisieran enterarse,
los esbirros y los verdugos mercadeaban con los bebés nonatos de las
prisioneras. Los mismos mandos, civiles y militares, que nunca quisieron
enterarse de que en su país también hubo desaparecidos. Tampoco existió la
“Operación Cóndor”, ni los vuelos secretos sobre el Océano, ni las fosas
comunes.
Hubo
muchas personas de bien que nunca quisieron enterarse.
De nada.
La madre
adoptiva de Macarena sí quiso saberlo todo, cuando tras veintitrés años de
búsqueda, Berta y el poeta Juan Gelman, consiguieron encontrar a su
nieta. Tomó la mano de su hija y ambas escucharon la verdad sobre el origen
de la niña que apareció en un cestito.
Macarena
Gelman, la joven que debió llamarse Ana, ha solicitado la reapertura del caso
del asesinato de su madre. Para ello luchará contra una ley, la de Caducidad,
que intenta perpetuar el olvido y la impunidad de los crímenes de aquella
guerra sucia.
Quizá
desee llevar flores a su tumba o llorar su ausencia sin que nadie se entere.
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