SERENO
Solía parar
un momento en “El anciano rey de los vinos” y tomarse un carajillo.
Marcial se lo ponía cargadito, como a él le gustaba.
—Lo
mejor pa la reuma, Zoilo, que te lo tengo dicho.
Quedaba poco para los Santos y ya el
relente de la noche se clavaba en los tuétanos, aguijoneándolos como un millar
de alfileres en un acerico; por eso aquella tarde su mujer había insistido en
que se pusiera bajo la gabardina el jersey que le había tejido durante el
verano, aunque él supiera que no existía abrigo capaz de templar el frío de la
vejez que avanzaba por su cuerpo y que volvía de cartón sus tendones.
—¡Ay,
carallo!
Zoilo
maldecía el frío y la vejez, mientras, chuzo en mano, remontaba Bailén hacia
Palacio. Desde que, veinte años antes, le habían destinado a la zona, iba a
buscar el ocaso en la balaustrada de la Plaza de la Armería. Era allí donde,
cada anochecer, comenzaba su jornada laboral, en primera fila, espectador
privilegiado y solitario de la mejor puesta de sol de Madrid.
Ajeno
al bullicio de la calle, miraba las nubes sobre la sierra. A veces le
recordaban a las ovejas de su infancia, allá en los montes de su aldea; otras
veces, como aquella tarde, se le aparecían como manchas grises sobre la Casa de
Campo y, cuando el disco solar, poderoso, las empezaba a inflar y colorear de
naranja, se convertían en seres infernales, parecidos en su imaginación a
aquellos que veía de niño en el devocionario de su abuela. El gran momento, sin
embargo, ocurría poco después, cuando el sol encendía el cielo. Zoilo sabía que
no podía contar a nadie lo que se le ocurría en ese momento; se reirían de él,
dirían que tenía cosas de locos o de poetas.
Nadie había escuchado de sus labios aquella idea en la que él creía con
toda la convicción posible: el sol y él compartían oficio, eran colegas. El sol
encendía el cielo; él encendía, con su chuzo, las farolas de la calle Bailén.
Ambos convocaban la noche, cada cual en su mundo.
—¡Ay,
carallo!
Fue
un instante. De repente se dio cuenta de que no estaba solo. Por el rabillo del
ojo, sin atreverse a nada más, entrevió
el perfil de una mujer apoyada, como él,
en la barandilla. Una mujer sin edad ni rostro, ajena a todo, que
contemplaba el crepúsculo quizá sin ver el enorme globo rojo; seguro que sin
verle a él, un pobre viejo. De la figura de la mujer emanaba tal tristeza que
Zoilo sentía cómo penetraba dentro de él, cómo se le hincaba dentro, como el
relente de la noche. Entonces se fue, dando la espalda al anochecer,
repentinamente apesadumbrado.
¡Qué
malo que es el otoño para el dolor de alma!, iba pensando Zoilo, Bailén abajo.
Aún le daría tiempo a llegar a casa a tomarse un buen caldo antes de las diez,
cuando empezaba su turno de sereno. Era sábado. Los sábados solían traer malas
noches, que al personal le daba por beber y armar la bronca. Igual esta noche
no asomaba el chaval aquel que andaba detrás de la niña de los Gómez, los de la
calle Sacramento. A Zoilo le daba pena porque se veía buen muchacho, pero sabía
de sobra que esas cosas de las clases sociales, cuando era tanta la diferencia,
impedían que las parejas cuajaran.
Oyó
que le chistaban desde la acera de enfrente y al pararse, fue adelantado por la
mujer triste y le pareció que caminaba de una manera extraña, como si flotara o
como si fuera una marioneta manejada por alguien con hilos invisibles.
El
Miserias cruzó la calle. Zoilo le tenía
estima, porque en las eternas madrugadas a veces compartían unos tragos o unos
Celtas al abrigo de los portales, si no hacía bueno, o en cualquier banco del
barrio si la noche estaba serena. A veces sentía lástima por él; otras no podía
evitar cierta envidia por su libertad y su falta de apego; por su ir y venir
sin horario ni calendario, sólo a la busca de monedas fáciles que le procuraran
una botella de vino barato.
—Zoilo,
a la suegra del señor ése de Cádiz ya le han dado el alta, que he visto cómo la
traían en ambulancia.
—Vaya
por Dios.
—Te
lo digo, Zoilo, porque conociéndola verás tú cómo esta misma noche monta el
número y tié que venir el médico de urgencias.
—¿Y
a ti qué más te da?
—Coño,
pues porque el otro día me arreó dio diez duros de propina por ir a buscarte
para que le abrieras el portal...
Llegaban
a la calle Segovia y de allí, pasando el Viaducto, a las Vistillas, donde Zoilo
accionaba cada noche el interruptor que iluminaba las farolas del barrio.
—Lo
que te digo, Zoilo, es que tú te estás un poco atento y...
La
mujer estaba allí. Veía de nuevo su perfil sin rostro, la volvía a ver acodada
en la baranda del Viaducto, meciéndose levemente hacia delante y hacia atrás. Debajo
de ella, el abismo. Un abismo de asfalto
por el que circulaban las camionetas y los motocarros que iban hacia el Paseo
de Extremadura y el Batán. Un abismo ridículamente mortal.
—…
y si son cinco duros pues ya tenemos para...
Ocurrió
en el mismo instante que Zoilo comprendió lo que estaba a punto de pasar.
Rápido, como un parpadeo: la mujer se subió ágilmente a la balaustrada y dejó
caer su cuerpo hacia delante. Sólo se escuchó el pitido desesperado de un
claxon, ningún golpe, ningún estruendo. Zoilo se asomó y la vio abajo,
quebrada, apenas una silueta oscura. Se fijó en que había perdido un zapato y
se extrañó de que en medio de la conmoción, le llamara la atención un detalle
tan estúpido.
—No
somos nadie, Zoilo— le dijo el Miserias al verle tan compungido.
Y
además de verdad. Ahora, pensaba, me acordaré de ella todas las tardes, cuando
me asome a ver cómo se pone el sol. Y ya no será lo mismo...
—¡Ay,
carallo!